Esta no es la historia de un crimen cualquiera. Es la historia de un asesinato que, quince siglos después, sigue oliendo a misterio. El enigma no está en quién lo cometió ni en cómo lo hicieron —eso quedó claro desde el principio—, sino en por qué.
A mediados del primer milenio, una muchedumbre embrutecida arrancó a una mujer de su vida de libros y sabiduría para despedazarla en plena calle. No usaron espadas ni lanzas: arrancaron tejas de los techos, recogieron conchas de ostras, y con esos filos improvisados cortaron la carne viva de su cuerpo.
Así murió una de las mujeres más excepcionales de la historia. Ejecutada por bestias. Ejemplo de cómo la barbarie vence a la razón, no sólo por la fuerza por la crueldad. Para que quien ose cuestionar la lógica del asno, sepa el tipo de coces que le espera. La Iglesia tomó nota de lo expeditivo del sistema e impuso su doctrina a golpe de sermón, espada y hoguera. Sobre todo la Iglesia medieval, que para los dóciles tenía sus indulgencias, sermones para advertir a los renuentes y hogueras para quien osara cuestionar sus dogmas y sobre todo su poder.
Hipatia había sido maestra, conferencista, filósofa, matemática. Una mente brillante que, en teoría, debería haber despertado respeto y admiración. Pero no: lo que provocó fue la furia ciega de fundamentalistas cristianos. Y así acabó: masacrada en Alejandría, la ciudad que Alejandro Magno fundó en el 331 a.C. y que pronto se convirtió en faro de cultura y conocimiento del mundo antiguo.