Magritte juega aquí con dos constantes en su carrera (y en la de otros surrealistas):
El agigantamiento de objetos en contextos inesperados y la intromisión del exterior en el interior.
En ambos casos la sensación es de claustrofobia, y en este cuadro, una paradoja, ya que el cielo de las paredes alude al exterior, el lugar menos claustrofóbico posible.