Éste verano se despedía Black Sabbath y unos días después moría Ozzy Osbourne.
Es como si la muerte misma hubiese esperado a que se despidiera de todos nosotros. Porque mire usted, querido oyente, en especial si nunca ha tenido el placer siniestro y obscuro de escuchar al Principe de las Tieneblas.
Hay Dioses que no son unos aguafiestas, prohibiendo aquí y allá, señalando como pecado esto o aquello. Hay Dioses que son la fiesta misma. Pues no hay luz que no proyecte su sombra y con frecuencia es en la oscuridad donde aprendemos a apreciar la luz. Eso es lo que pasa con Ozzy Osbourne y Black Sabbath. Son Dioses de un Olimpo de metal y dolor. Porque, seamos claros, ésta banda no es como cualquier otra. Ella creo el sonido oscuro y metalero. De ella nacen todas las demás. Por eso, a esta banda no hay que despedirla como a cualquiera: hay que despedirla como se despide a los viejos piratas.
Con respeto, con furia, alcohol y una carcajada amarga, sabiendo que, sin ellos, todos seríamos un poco más aburridos, un poco más grises, un poco más mansos..