¿Atemporalidad o extemporaneidad? ¿Clasicismo o anacronismo? Me disculparéis el tono socrático de este inicio de crítica, pero me resulta imposible no plantearme la disyuntiva ante el que es el primer álbum de Peter Gabriel en los últimos veintiún años, el décimo de su carrera, gestado –ahí es nada– desde unos primerizos esbozos en 1995. Viene de muy largo. No voy a recurrir a aquello de que el tiempo es un juez implacable, porque ni creo que ningún fan salga defraudado tras la inmersión en estas doce canciones que duran una hora larga (son veinticuatro en dos horas y diecisiete minutos en su versión doble: el primer disco tiene las mezclas de Mark “Spike» Stent, el “Bright-Side Mix”, y el segundo las de Tchad Blake, el “Dark-Side Mix”, de sutilísimas diferencias), ni tampoco que nadie estuviera aguardando a estas alturas una audaz reinvención de su fórmula. No. Repiten sus fieles habituales, claro: David Rhodes a las guitarras, Tony Levin al bajo y Manu Katché a la batería.
Fuente texto Monsosonoro.com .
